La crítica y traductora Rosa Benéitez ha escrito una reseña sobre La palabra sabe de Miguel Casado para Revista Siglo XXI, Literatura y cultura españolas, nº 9-10, publicada en enero de 2014, p. 223-225.
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El último ensayo de Miguel Casado contiene ya en el propio título la actitud que este autor adopta en relación a su material de trabajo. La palabra sabe y, por tanto, es a ella a la que hay que escuchar o atender para lograr extraer cualquier estímulo o pensamiento que nos presente. Para Casado, entonces, pensar y experimentar la poesía es una actividad que genera una relación casi de convivencia con el texto literario. Por eso, afirmar que “la palabra sabe” es defender que, por un lado, la poesía nos acerca a lo real, da la posibilidad de conocer —de un modo muy especial— ciertas capas o estratos de la realidad. Y, por otro, viene a señalar cómo tiene lugar ese vínculo, la manera en la que cualquier lector de poesía llega a encontrarse con el saber que encierra todo texto, entendiéndolo como tejido hilvanado por diferentes fuerzas en conflicto.
De hecho, la misma estructura del libro se presenta en consonancia con esta propuesta. Se trata, pues, de un conjunto de lecturas atentas y particulares («mi intención es simplemente anotar algunos fenómenos textuales», afirma Casado en el texto) de diferentes asuntos y autores, que, no obstante, permiten enunciar propuestas más generales. Por decirlo de otro modo: el análisis personalizado de cada tema o poética particular, no se muestra como un obstáculo a la hora de formular concepciones amplias sobre por dónde transita la poesía. Por ejemplo, y aunque pueda resultar extraño o paradójico, difícilmente podrían comprenderse las reflexiones a propósito de la noción de autonomía del texto literario, con las que se abre el volumen, sin las ideas expuestas en relación a la «condición vivencial» de la poesía de Antonio Gamoneda, recogidas casi al final del ensayo.
El empeño de Miguel Casado por no renunciar a la complejidad es el que, desde este punto de vista, motiva tales situaciones. Lo vemos en otro de los capítulos de La palabra sabe, titulado «Sobre la contradicción», donde, quizá, se concentre también buena parte del pulso del libro. Como en muchos de sus trabajos anteriores, hay una apuesta deliberada del autor por abrir las lógicas del sentido que, en este punto, aparece condensada en el acercamiento a la obra de Antonio Machado. Me refiero, en especial, a dos planteamientos que se hacen explícitos a lo largo de estas páginas y que podrían tomarse, por otra parte, desde una perspectiva más general. Se trata del hecho de que, por un lado, «uno de los problemas de la crítica que se ha ocupado de Machado ha sido presumir coherencia en él» (p. 98). Y, por otro, de que también los poetas y sus poéticas —las escritas o no— merecen ese beneficio de la duda, es decir, ser leídos en sus contradicciones. Así, por ejemplo, el desajuste entre la temprana concepción valentiana de una realidad unívoca y su conflictivo desarrollo poemático, que Casado evidencia a partir de la lectura de los ensayos y libros de poesía del poeta gallego; o el deseo de Juan Ramón Jiménez por lograr una síntesis entre lo material y lo espiritual, el tiempo y la verdad, dentro de la lengua poética. Se ponen, por tanto, de manifiesto dos cuestiones sobre el tapete: un problema metodológico, de un lado [«la crítica quiere eliminar a toda costa las ambivalencias» se afirma con Paul de Man (p. 154)], y uno teórico, del otro, que presupone un mito de progreso creativo: el de alcanzar por fin la palabra justa en la propia literatura. Podríamos preguntarnos, entonces, si la coherencia no debe exigírsele al crítico, como lector fiel a la obra, en lugar de a los mismos poetas. El autor de La palabra sabe es tremendamente coherente, en este sentido, a la hora de hacer coincidir su método de trabajo con sus ideas sobre el mismo.
En ese mismo deseo por expandir los límites de la interpretación, llama igualmente la atención el empleo que hace Casado de algunos conceptos o ideas clásicas en nuestra tradición artística. Así, por ejemplo, a partir de la poesía de Aníbal Núñez se rastrea aquí una cara multiforme de lo bello, que pone en diálogo algunas de las teorías fundamentales para la estética occidental con la propia poética del autor y su noción de belleza. Algo que se aprecia, asimismo, en la reflexiones sobre “lo trágico” incluidas en el texto «El corazón de la noche. Notas sobre el espacio de la tragedia». Se parte, entonces, de una comprensión móvil de esos conceptos, de esas herramientas hermenéuticas con las que podemos aproximarnos a lo literario, pero nunca enjaularlo en ellas.
Ya en otras ocasiones, Casado se ha referido al «deseo de realidad» que inunda la propuesta estética de escritores como Francis Ponge o Rimbaud. Nos encontramos así, de nuevo, ante aquella reivindicación del papel cognoscitivo de la poesía, un «pensar de signo material», como dice aquí el autor a propósito de Juan Ramón Jiménez, en el que la escritura poética asume el proyecto de devolver al sujeto una vinculación más directa con las cosas; de desarticular tramas de relación con el mundo excesivamente homogéneas y parcelarias. De ahí que esa revitalización de la experiencia estética aparezca también muy ligada a la noción de “extrañamiento”, que con gran lucidez ha trabajado Casado en éste y otros volúmenes. Hablo, naturalmente, de aquella defensa que hacía Shklovski por dejar de entender el arte como una forma de reconocimiento.
Entonces, si con este planteamiento la poesía adopta un carácter subversivo, contestatario, anticonformista, crítico, quizá es aquí donde pueda cifrarse parte de su condición política, entendiendo esto como vía de participación en lo público, trabajo dentro de un espacio que todos compartimos: el lenguaje. Agotadas ya viejas disputas sobre la escisión entre forma y contenido, es éste el lugar desde donde habla la poesía, un espacio de enunciación que necesariamente está ligado a la realidad y que insiste en dejar algo de sí en ella. Un posicionamiento en el que no sólo se sitúa igualmente el Casado poeta, sino también el crítico o lector de poesía.
ROSA BENÉITEZ ANDRÉS
Universidad de Salamanca